martes, 2 de octubre de 2012

Dogmas y totalitarismo

Es habitual escuchar el argumento, por parte de personas religiosas (el propio Papa actual lo ha utilizado en alguna ocasión), relativo a que fue la ausencia de Dios la que dio lugar a los horrores provocados en el siglo XX por regímenes como el nazi o el totalitarismo. No es que merezca mucha profundización dicha afirmación, ya que no solo es simplista, también sumamente distorsionadora, pero dado que hay que tantas personas que siguen vinculando moral a religión merece alguna atención. Esto es así porque la substitución de un dogma por otro, y es posible que algunas ideologías hayan encontrado un terreno fecundo en la mentalidad religiosa para desarrollarse, es el auténtico problema. El pensamiento, que sería fecundo de otro modo, también en el terreno moral, haya un obstáculo en doctrinas, religiosas o no, que se limitan a cambiar el objeto de su idolatría y subordinación. Que la moral dependa o no de la religión, a estas alturas, no debería ser ya ni un debate. Es más, algunas virtudes son más evidentes en personas no religiosas que se rigen por la honestidad intelectual más que por cualquier dogma. Tal y como entendía Bertrand Russell esa integridad intelectual, consiste en decidir las cuestiones problemáticas en base a una prueba o bien dejar el asunto en suspenso si no hay pruebas concluyentes. Así, este punto de vista aparece como mucho más importante que cualquier sistema dogmático y puede ser infinitamente más beneficioso.

Las reglas morales, al margen de toda teología, tienen algún fundamento social. A estas alturas, seguir aludiendo a un castigo divino para la infracción de ciertas normas es sumamente infantil. Las personas, aunque actúen de una u otro manera por miedo a ser castigados, dependen más de un sistema político y de una determinada sociedad que de cualquier otro factor sobrenatural. Por otra parte, una moral fundada en la autoridad, sea religiosa o política, tendrá serios obstáculos para encontrar espacio para la investigación. Hay que recordar una vez más que han sido los anarquistas los que han considerado la autoridad política como un reflejo de la fundada en la creencia divina, por lo que son los que más hincapié han realizado en el ateísmo como signo de librepensamiento y libre indagación. Desgraciadamente, la sociedad contemporánea ha mostrado una indiferencia hacia la investigación sumamente peligrosa; Russell ya observaba ese problema hace décadas cuando gran número de personas no cuestionaban si los dogmas religiosos eran o no ciertos y se limitaban a creer que simplemente eran beneficiosos. El tiempo solo ha hecho más severo ese problema cuando gran número de gente se limita creer cualquier cosa sin indagación alguna. Parece extremadamente importante comprender, en primer lugar, que el pensamiento sincero es fuente de duda y no al revés como suele aceptarse. Suele ser habitual encontrar personas que se aferren a alguna creencia, ya que consideran que en caso contrario se hundirá la civilización o no será posible la vida; solo una mente conservadora, sumamente reprobable en el mundo en que vivimos, puede actuar de ese modo.

Los males morales de las ideologías autoritarias son muy similares a los de la religión; es decir, cuando encontramos doctrinas que sostienen verdades sagradas e inviolables y el dudar de ella es un pecado o un delito. Solo hay un criterio al que habría que apelar, al de la razón y el conocimiento; si se invoca algún dogma, con su presunción de infabilidad, la imposición por la fuerza está asegurada. Naturalmente, la razón y la ciencia solo pueden ir de la mano de valores humanos de interés universal, nunca instrumentalizados por autoridad alguna con afán de dominación. El dogma religioso encontró estupendos compañeros de viaje en sistemas muy terrenales que han acabado instrumentalizando igualmente al ser humano, incluso cuantitativamente de modo muy superior al utilizar la ciencia para sus fines lucrativos y autoritarios. Cualquier Iglesia desarrolla un poderoso instinto de autoconservación, y lo mismo podemos decir del Estado, por lo que lo normal es que dejen a un lado aspecto éticos y racionales. La racionalidad y la comprensión, unidas a la interdependencia de toda la humanidad, debería ser el camino a adoptar, y todo poder político, económico o religioso encontrará se opondrá a tal viaje. Bertrand Russell, en su feroz lucha intelectual contra la religión, apelaba a dos virtudes fundamentales, la inteligencia y la bondad; la inteligencia encuentra un obstáculo siempre en el credo, mientras que la bondad se ve inhibida por mitos religiosos como el del pecado y el castigo. Cuando son los religiosos los que, ante los males del mundo, apelan a esta visión tradicional fundamentada en la cultura cristiana (el concepto del castigo y la recompensa parece definitivamente instalado en ella, incluso en aquellos Estados supuestamente laicos), algo no va bien. Las ideas totalitarias encontraron un buen arraigo en las mentalidades dogmáticas bien alimentadas desde la niñez por la religión; el liberalismo se ha mostrado, de forma aparente, como la única alternativa al totalitarismo, pero en su seno, con el único afán de la rentabilidad económica y con la ilusión de un ser humano que busca su libertad al margen de la sociedad, se encuentran importantes contradicciones contrarias a toda visión humana. La respuesta, recordando a Russell, no estará nunca en viejos o nuevos dogmas, sino en un mayor horizonte para la inteligencia, la razón y la ética.

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